

En una entrevista reciente con Joe Rogan, Elon Musk soltó una frase provocadora: “La debilidad fundamental de la civilización occidental es la empatía.” La sentencia, dicha en tono casi casual, condensa una postura que viene ganando terreno entre empresarios, líderes políticos y figuras influyentes: la idea de que la empatía, lejos de ser una virtud, se ha convertido en un obstáculo o, peor aún, en un arma peligrosa en manos equivocadas.
Musk no niega su utilidad. Por el contrario, demuestra entenderla —y utilizarla— con una eficacia envidiable. El creador de Tesla y SpaceX ha sabido captar mejor que nadie los deseos y temores del siglo XXI: la necesidad de un futuro esperanzador, el miedo al colapso climático, el rechazo a las estructuras tradicionales. Con eso construyó un relato épico en el que millones quieren participar. No se trata solo de autos eléctricos o cohetes reutilizables; se trata de pertenecer a una narrativa de redención tecnológica. Eso es empatía aplicada.
Pero aquí surge una distinción fundamental: la empatía no es lo mismo que la compasión. Mientras la segunda implica un deseo activo de aliviar el sufrimiento ajeno, la empatía puede ser simplemente la capacidad de comprender lo que el otro siente o piensa. Y esa comprensión puede usarse para ayudar… o para manipular.
Los psicólogos distinguen entre dos tipos: la empatía afectiva, que nos conecta emocionalmente con los demás, y la cognitiva, que nos permite entenderlos intelectualmente. Algunos, como los narcisistas o los sociópatas, pueden carecer de la primera pero ser expertos en la segunda. Es allí donde la empatía se vuelve peligrosa: cuando no sirve para acercarse al otro, sino para controlarlo. Esta forma estratégica de empatía no es exclusiva de Musk. Se ha instalado también en el discurso político global. Líderes como Donald Trump han ridiculizado públicamente la empatía como una muestra de debilidad. Han promovido, en cambio, una estética de la fuerza y la dominación, donde preocuparse por el otro es casi sinónimo de perder. Sin embargo, estos mismos líderes saben exactamente qué decir, cuándo y cómo, para provocar las respuestas emocionales que necesitan. Rechazan la empatía en el discurso, pero la utilizan con precisión quirúrgica.
En un tiempo de crisis y polarización, muchos de los mensajes más eficaces no apelan a la razón, sino al instinto. Se construyen a partir del miedo, la indignación o el deseo de pertenecer a un grupo identitario. Es una empatía instrumental: entender al otro no para dialogar, sino para manipularlo. Es el algoritmo emocional de nuestros tiempos. Lo preocupante no es que los líderes comprendan a la sociedad. Lo inquietante es que, cada vez más, esa comprensión no se orienta al bien común, sino a maximizar poder, fidelidad y control. En lugar de construir puentes, se diseñan trampas emocionales. En lugar de promover la empatía como vínculo humano, se la utiliza como código de acceso a nuestras reacciones más primarias. Tal vez la verdadera debilidad de la civilización occidental no sea la empatía, sino nuestra ingenuidad al no reconocer cómo puede ser pervertida.