
La ausencia de una revisión critica de un modelo sin evolución
Lo que comenzó como una promesa de mano dura contra el crimen organizado se ha convertido en uno de los episodios más controversiales de la política migratoria de Donald Trump. A mediados de marzo, tres aviones partieron de Estados Unidos hacia El Salvador con más de 260 personas a bordo: entre ellos, 238 venezolanos señalados por presuntos vínculos con el Tren de Aragua, y casi una veintena de supuestos miembros de la pandilla MS-13.
La operación, negociada entre la Casa Blanca y el gobierno del presidente salvadoreño Nayib Bukele, se llevó a cabo al amparo de una ley poco usada y cargada de historia: la Ley de Enemigos Extranjeros, invocada por última vez durante la Segunda Guerra Mundial. Con esa base legal, el gobierno de Trump justificó deportaciones masivas sin el debido proceso judicial habitual, calificando a ciertos migrantes como amenazas militares.
Pero detrás del despliegue político y la narrativa de seguridad, el acuerdo despierta graves cuestionamientos éticos y legales. Muchos de los deportados no habían sido condenados por crimen alguno. Algunos, como Neri José Alvarado, eran solicitantes de asilo con casos activos ante los tribunales de inmigración. Alvarado fue detenido frente a su departamento en Dallas días antes de su audiencia. No volvió a ver la sala del juez. Hoy está encerrado en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) en El Salvador.
Un trato bajo presión
La Casa Blanca encontró en Bukele un aliado dispuesto, aunque con condiciones. Según fuentes con conocimiento directo de las negociaciones, el gobierno salvadoreño exigió garantías de que los deportados eran "delincuentes convictos" y miembros del Tren de Aragua. Sin embargo, informes internos y documentos judiciales revelan que Estados Unidos tuvo dificultades para demostrar esos vínculos.
Una “tarjeta de puntuación” desarrollada por el Departamento de Seguridad Nacional asignaba puntos por tatuajes y otros indicios, como coronas o relojes, para determinar si un individuo era pandillero. Ocho puntos bastaban para ser etiquetado como miembro de una banda criminal. Pero muchos de los deportados no tenían antecedentes penales ni vínculos verificables con organizaciones delictivas.
Migrantes como moneda de cambio
Como parte del acuerdo, Bukele también solicitó el retorno de líderes de la MS-13 que se encuentran bajo custodia de EE. UU., una exigencia que generó alarma entre fiscales federales que temen que los pandilleros puedan escapar a la justicia. Según fuentes cercanas al Departamento de Justicia, la administración Bukele ha sido acusada de negociar secretamente con la MS-13 para reducir los índices de homicidios en El Salvador. A cambio de recibir hasta 300 deportados, Estados Unidos ofreció una suma inicial de cinco millones de dólares al sistema penitenciario salvadoreño, con la posibilidad de aumentar ese apoyo financiero a 15 millones.
Choque con la justicia
El 15 de marzo, un juez federal en Washington ordenó detener las deportaciones tras recibir una petición urgente. Pero dos aviones ya estaban en el aire. Un tercero despegó minutos después, en aparente desafío a la orden judicial. El gobierno alegó que los vuelos estaban fuera de jurisdicción y que la política exterior del país no podía estar sujeta al escrutinio de los tribunales. La Corte Suprema está ahora revisando la legalidad del uso de la Ley de Enemigos Extranjeros en este contexto. Mientras tanto, las familias de los migrantes enfrentan el silencio de dos gobiernos. Muchos no saben si sus seres queridos están vivos, si han sido acusados formalmente o si tienen acceso a abogados.
El caso de Alvarado no es único. Otros, como Kilmar Abrego García, detenido en Maryland mientras llevaba a su hijo de 5 años a la escuela, o Andry Hernández Romero, maquillador venezolano desaparecido antes de una audiencia migratoria, ilustran el impacto humano de una política diseñada con urgencia y ejecutada con opacidad. Para los abogados y defensores de derechos humanos, el peligro ya está aquí: un sistema que puede convertir a cualquier solicitante de asilo en enemigo del Estado, con un tatuaje como único “delito”.