
Cambiar la escuela desde adentro: desafíos y potencial de la Investigación-Acción
ActualidadHace 2 horas
La transformación educativa no ocurre por decreto, lleva un proceso. Tampoco basta con capacitar a docentes en nuevas metodologías si el entorno institucional sigue anclado en lógicas conservadoras y estructuras rígidas. Desde una mirada profunda y sistémica, las autoras Alicia Sagastizabal y Mónica Perlo, en su libro "La Investigación-Acción como estrategia de cambio en las organizaciones" (2006) tercera edicion, abordan las múltiples barreras que obstaculizan el cambio en las instituciones escolares. El texto propone a la Investigación-Acción (I-A) como una estrategia potente, pero no mágica, para lograr mejoras sostenibles en el tiempo. Sin embargo, también reconoce que las resistencias al cambio se entrelazan en tres niveles interdependientes: la práctica docente individual y grupal, la cultura institucional y los procesos mismos de intervención o cambio. Comprender esta complejidad es fundamental para avanzar hacia una educación verdaderamente transformadora.
La práctica docente: una zona de tensiones y posibilidades
El primer nivel que analizan las autoras tiene que ver con la acción cotidiana de los docentes. En este espacio, que podría parecer el más accesible al cambio, se encuentran también algunas de las resistencias más fuertes. Uno de los principales obstáculos es el aislamiento histórico en el que se ha desarrollado el rol docente. La imagen del maestro o profesora encerrado en su aula, con la puerta cerrada, gestionando su grupo sin interferencias ni observaciones externas, está profundamente arraigada en muchas culturas escolares. Este modelo dificulta el trabajo colaborativo, la observación entre pares y la reflexión colectiva, que son pilares fundamentales de la Investigación-Acción.
Rutinización de la enseñanza
A esto se suma una fuerte rutinización de las prácticas docentes. Con frecuencia, el ejercicio de enseñar se convierte en una serie de hábitos automatizados, donde lo nuevo genera incertidumbre, demanda energía adicional y se percibe como un riesgo. Sagastizabal y Perlo identifican que este “currículum real” muchas veces opera por debajo del discurso oficial, impidiendo la introducción de cambios significativos. Otro factor clave es la formación inicial y continua, que en muchos casos no prepara al docente como investigador de su propia práctica. La formación continua, cuando existe, suele ser fragmentada, teórica y desconectada de los problemas reales del aula. En lugar de promover una mirada crítica y situada, muchas capacitaciones se centran en contenidos genéricos, sin acompañamiento en el proceso de implementación.
Tiempo y sobrecarga laboral
La falta de tiempo institucionalizado para la reflexión y la planificación conjunta representa una barrera central. La jornada docente suele estar completamente absorbida por tareas urgentes (dictar clase, corregir, registrar), mientras que los tiempos para repensar la práctica, documentarla o sistematizarla son vistos como un lujo o una carga extra. Sin estructuras de apoyo, el deseo de innovar muchas veces se diluye en la rutina.Finalmente, muchas veces falta una distancia crítica sobre la propia enseñanza. Pasar del “a mí me funciona” a una evaluación rigurosa de lo que realmente impacta en los aprendizajes requiere herramientas conceptuales y metodológicas que no siempre están disponibles. Sin acompañamiento, los docentes pueden sentirse solos ante el desafío de mejorar su práctica desde una mirada investigativa.
La cultura escolar: el terreno donde germinan (o fracasan) los cambios
El segundo nivel que analizan las autoras es la dimensión institucional, es decir, la cultura organizacional de la escuela. Aquí se encuentran muchas de las resistencias más difíciles de ver, pero también las más decisivas. La cultura escolar se construye con normas, valores, creencias y prácticas compartidas, muchas veces naturalizadas. En numerosas escuelas, predomina una cultura conservadora y de mantenimiento, donde lo central es sostener la estabilidad y reproducir formas conocidas de hacer las cosas. El cambio se ve como amenaza, no como oportunidad. Este tipo de cultura favorece lo previsible y castiga lo incierto, por lo que la innovación suele quedar relegada a acciones puntuales, individuales y, muchas veces, invisibilizadas.
Individualismo y escasa colaboración
Otra característica que destacan Sagastizabal y Perlo es la ausencia de una cultura colaborativa genuina. Si bien puede haber buena convivencia entre docentes, eso no implica necesariamente trabajo en equipo. Muchas instituciones operan con lógicas de coexistencia, donde cada uno “se las arregla como puede”, sin espacios reales para compartir problemas, aprendizajes o construir conocimiento conjunto. La Investigación-Acción, en cambio, requiere comunidades de aprendizaje profesional, donde la reflexión y la mejora sean un proceso colectivo.
Liderazgo directivo: entre la indiferencia y el autoritarismo
El rol de los equipos directivos es crucial en cualquier proceso de transformación. No obstante, las autoras advierten que en muchos casos el liderazgo directivo se limita a una gestión administrativa, sin asumir un rol pedagógico proactivo. En el otro extremo, puede darse un liderazgo autoritario, que impone cambios verticalmente, sin generar condiciones ni participación real. Ambos modelos son problemáticos. Un liderazgo pedagógico efectivo debe ser facilitador, acompañante y generador de espacios para la participación y el diálogo.
Estructuras organizativas rígidas
Además de la cultura y el liderazgo, las estructuras organizativas también condicionan las posibilidades de cambio. Los horarios fragmentados, los espacios físicos compartimentados, la distribución por materias y grados, especialmente en secundaria, dificultan proyectos interdisciplinarios o enfoques colaborativos. Estas estructuras, diseñadas para la eficiencia administrativa, muchas veces se convierten en jaulas que limitan la creatividad pedagógica.
Falta de un proyecto institucional coherente
Por último, las autoras señalan que muchas iniciativas de cambio son episódicas, aisladas o impuestas desde fuera. Si no hay un Proyecto Educativo Institucional (PEI) que articule las acciones, las sostenga en el tiempo y las legitime colectivamente, el cambio se diluye o se convierte en una suma de “proyectos personales” sin impacto real en la escuela.
Procesos de cambio: ¿cómo se gestiona la transformación?
El tercer nivel de análisis propuesto por Sagastizabal y Perlo apunta a los procesos mismos de intervención: cómo se gestiona, se acompaña y se sostiene el cambio educativo. Uno de los errores más frecuentes es asumir el cambio como una orden, una exigencia externa —por parte del Estado, una ONG o una dirección escolar— sin involucrar genuinamente a quienes lo deben llevar adelante. Cuando los docentes no participan en la definición del problema ni en el diseño de las soluciones, se genera rechazo, apatía o simulación: “hacemos como que cambiamos para que nos dejen tranquilos”.
Falsa participación
Relacionado con lo anterior, las autoras advierten sobre los riesgos de la falsa participación, cuando se consulta a los docentes pero sus aportes no se integran realmente en las decisiones. Esta práctica genera desconfianza, frustración y deslegitimación del proceso. Una participación auténtica implica ceder poder, construir consensos y asumir que los procesos serán más lentos, pero también más sólidos. Muchas escuelas intentan innovar mediante el ensayo y error, lo cual es válido, pero sin procesos de sistematización y reflexión profunda, es difícil aprender de la experiencia. La I-A propone ciclos de acción-reflexión que permiten consolidar aprendizajes, identificar buenas prácticas y revisar errores. Sin esta sistematización, los cambios pueden parecer caóticos o inconexos.
Sostenibilidad en el tiempo
Una de las mayores dificultades para la mejora educativa es sostener los cambios más allá del entusiasmo inicial o de la presión externa. Muchos proyectos terminan cuando cambia la gestión, se agota la financiación o surgen nuevas prioridades.
Finalmente, las autoras subrayan que la lógica de la I-A, basada en la mejora continua y el aprendizaje progresivo, choca con la demanda social de resultados rápidos y medibles. Esta presión puede llevar a abandonar procesos valiosos solo porque no rinden “frutos visibles” en el corto plazo. Transformar la escuela no es una carrera de velocidad, sino una maratón que requiere paciencia, convicción y apoyo sostenido. Lo que Sagastizabal y Perlo dejan en claro es que no hay soluciones simples para problemas complejos. Cualquier intento de cambio que se enfoque solo en uno de los tres niveles (práctica docente, cultura institucional o proceso de cambio) está condenado al fracaso. Capacitar docentes sin transformar la cultura escolar, o promover reformas sin construir participación real, son caminos estériles. La Investigación-Acción puede ser una herramienta poderosa, pero solo si se integra en una estrategia institucional, colectiva y sostenida. Transformar la escuela desde adentro exige una mirada organizacional, donde todos los actores —docentes, directivos, estudiantes, familias— se reconozcan como parte del problema y, sobre todo, como parte de la solución.


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