Harvard desafía a Trump: una batalla por la autonomía universitaria

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En un relato que se presenta como una épica en defensa de la libertad académica, Harvard —la universidad más poderosa y rica del mundo— ha decidido enfrentarse al presidente Donald Trump, en lo que la prensa dominante describe como un gesto valiente en defensa de sus principios fundacionales. Pero detrás de los discursos y cartas firmadas con tono solemne, lo que se juega no es solo una batalla por la autonomía universitaria. Es una puja de poder entre élites enfrentadas por el control del discurso, los recursos y la legitimidad en el corazón mismo del aparato ideológico estadounidense.

El gobierno de Trump, en una maniobra que parece mezclar populismo punitivo con oportunismo político, le exigió a Harvard —nada menos— que modificara programas, filtrara grupos estudiantiles y que su funcionamiento interno quedara sujeto a auditorías federales. Una ofensiva autoritaria, sin duda. Pero la respuesta de la universidad, envuelta en una retórica constitucionalista y republicana, no puede leerse ingenuamente como un acto puro de defensa de la libertad.

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Harvard es una institución profundamente política. Su influencia sobre la cultura, la investigación, la clase dirigente y los grandes centros de poder estadounidense —desde Silicon Valley hasta Wall Street— es incuestionable. No se trata de una víctima inocente, sino de un actor que durante décadas ha administrado el acceso a la élite, muchas veces blindado detrás de una fachada meritocrática. Su enfrentamiento con Trump, entonces, más que una defensa heroica de la libertad, es también un acto de preservación corporativa. Un “no” que protege un modelo de autonomía funcional al statu quo, al control selectivo del saber y al mantenimiento de una estructura de privilegios.

El hecho de que las condiciones impuestas por el gobierno incluyan auditorías por supuestos “prejuicios” o la persecución de grupos propalestinos es alarmante y marca una deriva peligrosa. Pero tampoco es casual que la causa se haya vuelto central recién cuando las universidades de elite se ven directamente amenazadas. En otras palabras, lo que preocupa no es tanto la libertad de expresión en abstracto, sino que se toque a las instituciones que controlan la producción de legitimidad social y política.

Desde esta perspectiva, el conflicto no puede entenderse solo como un nuevo capítulo de la ofensiva conservadora contra la educación superior. También revela los límites del liberalismo universitario, que se presenta como garante de derechos mientras administra selectivamente quién accede, qué se investiga y quiénes hablan. Que Harvard, con su dotación de 53.000 millones de dólares, se erija como símbolo de resistencia debería invitarnos a cuestionar qué tipo de resistencia se está celebrando.

Lo que está en disputa no es solo la autonomía, sino la capacidad de las instituciones para operar como mecanismos de reproducción ideológica. Trump quiere imponer su propia narrativa —torpe, autoritaria, a veces grotesca— pero no es menos problemático el relato que encarna Harvard, blindado de retórica progresista mientras protege sus propias zonas de poder.

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